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Identidad robada.

“ Sospechamos que alguien ha robado su identidad y está comprando cosas a su nombre. Póngase en contacto con nosotros a la brevedad posible ”, decía el mensaje de texto sucinto y de tono engañoso, como CV de fujimorista.  Verifiqué primero si el número era de quien decía ser, luego llamé. Un operador telefónico, que no era el mío, me informaba que alguien había pedido, vía Internet y a crédito, el último iPhone y un plan telefónico post-pago a mi nombre. Cuando mi otro yo fue a recoger el paquete no pudo identificarse. Confiaba que en el tumulto de la oficina de correos un empleado estresado olvidaría pedirle la identificación, como me ha pasado un par de veces.   En menos de veinticuatro horas otra empresa se pondría en contacto conmigo. Esta vez, el mismo pendejo había hecho compras de equipos fotográficos por un monto cuatro veces mayor a mi sueldo mensual. Les pregunté que como podrían darle un crédito tan grande, así de fácil, a alguien que no era yo. Era simple. Robaron

Tetas de perra

—Te han salido “tetas de perra”— dijo el doctor. Así, sin más, como quien habla del clima. Sostuve su mirada por unos segundos. La noticia me golpeó pero no me sorprendió. Cualquier paciente hubiera preguntado qué era eso pero, por la expansión dorsal y la vascularidad de sus antebrazos, adiviné que el médico sabía que yo sabía de lo que éste hablaba. Pensé por un momento en hacerme el loco, pretender que no tengo ni puta idea de lo que el hombre de blanco decía.  —¿Qué tipo de anabólicos estás usando?— dijo el médico. —Deca. Solo un  par de veces. En mi país. En otro tiempo. No tuve el valor de negarlo. Llegue a la visita médica después de darme cuenta que mis tetillas habían crecido en punta roma y algo dobladas  hacia abajo, como picos de loro.  —¿Cuál es el tratamiento?— dije, esperando una respuesta diferente a la que ya sabía. —No soy especialista, pero temo que la única opción es la cirugía. Pero el seguro no cubrirá la operación. Algunos errores de la j

Las hijas de Lot y los Kalashnikovs

Los fusiles AK-47 son como los cinturones negros de karate. Cuando te encuentras con alguien que lo lleva y tú no tienes otro igual, es mejor no hacerse el guapo. Es la lección que aprendí una tarde de marzo del 2009. Dos horas antes, salía en un bote alquilado de pescadores de aquella isla volcánica incrustada en el gran lago Nicaragua. Cargaba con la tienda de campaña y la mochila con los pertrechos como siempre que permanecía en la isla. Allí convivía, trabajaba y aprendía con las familias locales. Hacía el trabajo de campo para la tesis de maestría. Cuando estábamos a punto de soltar amarras apareció corriendo el profesor encargado de la escuelita comunitaria. Lo conocía desde hace un par de meses. Entre resoplidos me preguntó si le podíamos dar un “ride” en el bote, que en otra me lo pagaba, que en ese momento “no llevaba reales”. Le dije que no se preocupará.  Los vientos furibundos de febrero y la inmensidad de aquel lago, hacían que la embarcación se agitará

Gracias, 2016

UNSATISFYING de  PARALLEL STUDIO en  Vimeo El 2016 fue para mi, y para la mayor parte del mundo, el año del casi. A pesar de eso, el 2016 también nos trajo muchas enseñanzas. Espero que en las décadas que vienen recordemos el 2016 como el año para aprender de nuestros errores. En Perú casi nos libramos de la mafia fujimorista al elegir a Pedro Pablo Kuczynski. Casi, porque la banda criminal del ex-dictador ahora está copando muchas instituciones estatales. Con su aparato de propaganda y de espanto la banda logró obtener la mayoría en el congreso. Colombia casi logra la paz definitiva entre el gobierno y las FARC. Casi, porque el egoísmo del miope político Alvaro Uribe logró infundir el miedo suficiente para que muchos colombianos voten contra el acuerdo de paz.  En Estados Unidos Bernie Sanders casi gana las primarias del partido Demócrata. Casi, porque el miedo de tener un candidato “socialista” hizo que los “liberales” demócratas elijan a Hillary Clinton c

El gringo en el espejo.

A principios de los ochenta Tarapoto era solo un pueblo de calles polvorientas y no el imán de turistas que es ahora. En la tele la voz rasposa de Kim Carnes nos cantaba “Bette Davis Eyes” veintitrés veces al día. Nuestro Internet era la enciclopedia escolar “Bruño”. Los amigos más grandes eran nuestra única Wikipedia y la realidad se limitaba a lo que estos “gurús” sabían. Y lo que no sabían se lo inventaban. Problema resuelto.   Un día pregunté por aquellos extraños de piernas blancas y delgadas como yuca, de cámaras colgadas en sus cuellos rojos, lentes oscuros, y botella de agua en las manos que se veían rara vez por la ciudad. —Son gringos -dijo el más grande y sabiondo, que tenía diez años.  —¿Y qué hace los gringos? —Viajan por todo el mundo, pasean todo el día, comen en restaurantes, y en la noche se emborrachan con chicas bonitas—dijo el experto. A los seis años decidí que de grande sería un gringo. Con el tiempo aprendí que en Perú se usaba la palabra gringo pa

Aprender sin amor

Me tomó dos semanas darme cuenta que era mi alumna más cariñosa, un día para ver que le gustaba dibujar, y solo cinco minutos para darme cuenta de que era especial. Me esperaba fuera del aula. Tenía once años pero venía siempre a abrazarme con la alegría y la emoción de una pequeña de cinco años.  Corrían los meses previos a la caída de la dictadura fujimorista en el Perú. Yo me pagaba los estudios universitarios haciendo chapuzas y fungiendo de profesor de inglés en una escuela primaria.  El primer día de clases, para conocer el nivel de mis alumnos, decidí hacerles algunas preguntas básicas.  Cometí el error de escogerla a ella. Al ver como se secaba las manos sudorosas en la falda y como tragaba saliva ante mi pregunta decidí dejarla en paz. —¡Burra! —gritó alguien desde el fondo del aula.  Una carcajada colectiva estalló por un momento y hubiera seguido si yo no hubiera pedido silencio.  Me pasé media hora hablando del respeto que nos debemos entre compañ

Axel: el último pagano.

Cuando nació desee que fuera el más justo, el más fuerte y el más alegre. Pero no nació. Lo sacaron. Al ver que los esfuerzos de su madre eran en vano, un médico iraquí probó con un lazo de vaquero alrededor de su cabeza, pero tampoco funcionó. Después de dieciocho horas de puja y una madre al borde del colapso, los médicos me pidieron la autorización para proceder con la cesárea.  Pesaba cinco kilos y era macizo como el cachorro de un felino de monte. De tanta puja salió con la cabeza alargada como un dios pagano. Provocó una correría de enfermeras suecas cuando descubrieron unas manchas oscuras de jaguar en sus nalgas. Intenté explicarles que eso era la mancha mongólica, pero no me creyeron hasta que llegó una obstetra y las calmó con artilugios académicos. Nació en Escandinavia pero no cabían dudas: era un hijo de la Amazonía. Le llamaríamos “Otorongo”, que significa jaguar. La propuesta del nombre no progresó. Luego de largas y acaloradas negociaciones acordamos ponerle