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Las hijas de Lot y los Kalashnikovs


Los fusiles AK-47 son como los cinturones negros de karate. Cuando te encuentras con alguien que lo lleva y tú no tienes otro igual, es mejor no hacerse el guapo. Es la lección que aprendí una tarde de marzo del 2009.

Dos horas antes, salía en un bote alquilado de pescadores de aquella isla volcánica incrustada en el gran lago Nicaragua. Cargaba con la tienda de campaña y la mochila con los pertrechos como siempre que permanecía en la isla. Allí convivía, trabajaba y aprendía con las familias locales. Hacía el trabajo de campo para la tesis de maestría.

Cuando estábamos a punto de soltar amarras apareció corriendo el profesor encargado de la escuelita comunitaria. Lo conocía desde hace un par de meses. Entre resoplidos me preguntó si le podíamos dar un “ride” en el bote, que en otra me lo pagaba, que en ese momento “no llevaba reales”. Le dije que no se preocupará. 

Los vientos furibundos de febrero y la inmensidad de aquel lago, hacían que la embarcación se agitará como un barquito de papel en medio de unas olas que amenazaban con hacerlo colapsar. Mi estómago reaccionó primero. Empezaba a sentir el chorreo de saliva que precede el vómito.

—¿Vos sabés quien fue Lot? —preguntó el profesor, casual, como quien habla de béisbol.

—¿Quién? —dije yo. 

Error.

El profe me parió durante todo el viaje su versión enrevesada de la historia. En ella Lot huyó de Sodoma y Gomorra en tres asnos y con sus tres mujeres quienes más tarde fueron convertidas en sal.

Mis ganas de vomitar iban en aumento, y el parpadeo en el ojo izquierdo me advertía de un ataque de migraña en formación. Me puse los lentes de sol y me remojé la cabeza. El viaje recién empezaba. Si tenía suerte, en cinco horas más estaría cruzando la frontera entre Nicaragua y Costa Rica.

Cuando llegamos a tierra firme el profesor continuaba el sermón mezclando historias de trompetas que tumbaban ejércitos, y árboles que ardían sin quemarse en el Bosque de los Olivos. El sol estaba en su punto más alto, calcinando mis pensamientos y el zumbido de avispa del sermón.

Nos tocaba hacer una caminata de diez kilómetros, con el equipaje a cuestas, a través de bosques secos, polvareda y pastizales marchitos antes de llegar a la carretera Panamericana. Traté de calmar mi mente y olvidarme del hierro fundido que era el sol imaginándome sentado en una playa costarricense y con una cerveza bien helada en la mano.

Entonces aparecieron las figuras. Al principio solo vi una pequeña nube de polvo. Luego, hombres a caballo llevando lanzas o escobas. Cuando pude distinguir las dos motocicletas y cuatro hombres con Kalashnikovs mi primera reacción fue de pánico. Una iguana que nos observaba desde la sombra de un jocote salió disparada a esconderse en su guarida subterránea. Al reconocer las camisas celestes y los pantalones azul marino de la policía nicaragüense me tranquilicé. El profe seguía nervioso. Parecía una escena sacada de una película de vaqueros de bajo presupuesto.

El saludo fue respetuoso pero corto.

—Buenas tardes. Las cédulas, por favor  —dijo el que parecía el superior.

El profe rebuscó su cedula de identidad con gestos cantinflescos y empezó a ponernos nerviosos a mí, a la patrulla policial y hasta a la iguana en su escondite.

—Yo no tengo cédula, señor. Pero traigo mi pasaporte —dije, con un aplomo más o menos creíble.

El policía se levanto los lentes de sol. Yo hice lo mismo.

—Vos no sos Nica, ¿verdad? ¿De dónde sos, si se puede saber?
—Soy peruano.
—¿Y se puede saber que hace un ciudadano peruano en este lugar tan alejado?
—Estoy haciendo una investigación en la isla. Soy estudiante de maestría en una universidad sueca. Aquí está la autorización del ministerio del medioambiente.

Con una amabilidad que jamás vi en un cuerpo de policía me pidieron permiso para revisar mochilas y documentos. El profe estaba casi orinándose. Yo no entendía por qué.

—¿Y vos, de dónde conocés a este señor? —pregunto otro agente al profesor.
—Yo no lo conozco. Me lo encontré en el camino —Dijo el profe, sin atreverse a mirarme.

Me negó. Aunque fue una sola vez, faltó nada más que cantasen los gallos para sentirme como Jesús ante Pedro.

Después de un par de preguntas, los cuatro policías se despidieron, de manera amable, y desaparecieron entre otra nube de polvo.

El profe y yo caminamos dos horas más sin decir nada. Yo iba con el ceño fruncido, él mirando el suelo con cara de niño que no hizo la tarea. Cuando llegamos a un bar de cuatro palos y con el techo de zinc oxidado le propuse al profesor tomar un par de “Toñas” heladas. Dijo que no quería. Igual pedí dos. Él se sentó desganado a la mesa. Le extendí una “Toña”. Hay que dar de beber al sediento.

—“Salucita”, profe, que yo invito. Haber si así finalmente nos conocemos —dije, haciendo mi mejor esfuerzo para controlar los caballos salvajes de mi sarcasmo.

No lo vi más.

Volví a la isla en diciembre. Apenas llegué pregunté por el profesor predicador. Ya no trabajaba ahí. Los del pueblo se habían enterado del incidente con la policía. Dije que no fue gran cosa. Me dijeron que sí fue. La policía había llegado a su casa en la ciudad para preguntarle más cosas sobre el peruano. 

—Pobre, profe. Se jodió por andar conmigo —dije —. Eso que ni me conocía.
—Ojalá y lo hubieran echado preso a ese desgraciado —dijo la mujer que era mi anfitriona en esa comunidad.
—¿Y por qué dice eso, doña?
—¿No ve que me dejó preñada a la “chihuina”?

La “chihuina” era su hija de 15 años.

La historia de Lot que cuenta la Biblia es clara y directa. Unos hombres de Sodoma llegan a casa de Lot y piden, con intensiones poco sanas, que éste les presente a los dos hermosos hombres, ángeles, que tenía de visitantes. Lot les ofrece a cambio sus hijas vírgenes. Deja claro que los hombres pueden hacer con ellas lo que les plazca. Más tarde, la mujer de Lot es convertida en estatua de sal. Lot y sus hijas se mudan a una cueva. Las dos muchachas quedan embarazadas de él, su propio padre. Pero él jura que las muchachas lo emborracharon. Aún así, para muchos, Lot es el héroe de la historia y ejemplo de virtud.

Si la historia es cierta, Lot era un hombre muy creyente pero también un padre maldito con quien siempre la pasabas mal si eras mujer. Si Lot viajara en el tiempo, hasta nuestros días, estaría dirigiendo una marcha de “con mis hijos no te metas” y lanzando arengas contra los sodomitas.

A mi me gustaría escuchar la versión de sus hijas. Me gustaría preguntarles, al estilo de las entrevistas enlatadas de la televisión, de dónde sacaron tanto vino si vivían en una cueva, y que harían si tuvieran en sus manos los Kalashnikovs de la policía nicaragüense. 


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